Intentar huir de mis traumas
es correr en círculos cerrados.
Siempre regresan,
como ecos viejos
que se niegan a morir.
Quiero gritar, desahogarme,
pero el miedo susurra:
“Te van a señalar,
por atreverte a hablar.”
Miro mi reflejo
y no reconozco mi rostro.
Estoy perdida dentro de mí,
luchando con la idea
de dejarla ganar.
¿Cómo se sana un corazón
cuando el alma está rota?
Cuando lo único que siento
es esta soledad que me ahoga.
Pienso en hablar,
en soltar la carga,
pero el temor me encierra.
¿Qué pasará si me atrevo?
¿Qué pensarán si conocen mi verdad?
Es más fácil callar,
aunque el silencio me devore
desde adentro.
Solo quiero descansar,
cerrar los ojos y no volver.
Anhelo esa paz
que la vida me ha negado.
Pero cada recuerdo
es un puñal en el pecho,
una sombra persistente
de lo que tanto intento borrar.
A veces me pregunto
si fue mi culpa,
si el error fue existir,
si yo provoqué la tormenta.
Me culpo. Me castigo.
Y me hundo
en pensamientos
que me dicen
que no merezco sanar.
¿Por qué los recuerdos vuelven
cuando intento soltarlos?
¿Por qué me persiguen
como un viento helado
que nunca se detiene?
Quiero que el aire
se los lleve lejos.
Que desaparezcan.
Porque ya no puedo más.
Estoy cansada de vivir
atada a estos recuerdos
que, sin matarme de golpe,
me están matando lento.

